Flavia de los extraños talentos - страница 6
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– Informaré al coronel -dijo.
– ¿No deberíamos llamar a la policía? -le pregunté.
Dogger se pasó los largos dedos por la barbilla sin afeitar, como si estuviera ponderando una cuestión de trascendental importancia. En Buckshaw, el uso del teléfono estaba gravemente restringido.
– Sí -dijo al fin-, supongo que deberíamos llamar a la policía.
Nos encaminamos juntos, tal vez demasiado despacio, a la casa. Dogger descolgó el teléfono y se acercó el auricular a la oreja, pero me fijé en que mantenía un dedo de la otra mano apoyado con fuerza en el botón de la horquilla. Abrió y cerró la boca varias veces, para después palidecer. Empezó a temblarle el brazo y, durante un segundo, creí que iba a dejar caer el aparato. Me dirigió una mirada de impotencia.
– Deme -le dije, quitándole el artilugio de las manos-. Ya lo hago yo. Bishop's Lacey, dos, dos, uno -dije al auricular, mientras pensaba que Sherlock Holmes no podría haber evitado una sonrisa ante tal coincidencia.
– Policía -respondió una voz en tono oficioso al otro lado de la línea.
– ¿Agente Linnet? -dije-. Soy Flavia de Luce, llamo desde Buckshaw.
Jamás había hecho nada parecido, así que no me quedaba más remedio que imitar lo que había oído en la radio y lo que había visto en el cine.
– Quisiera informar de una muerte -dije-. ¿Puede usted enviar a un inspector?
– ¿Quiere usted decir una ambulancia, señorita Flavia? -respondió el agente-. Normalmente no avisamos a los inspectores de policía, a no ser que las circunstancias sean sospechosas. Espere un momento, que cojo un lápiz…
Se produjo una exasperante pausa durante la cual oí al agente rebuscar entre sus artículos de escritorio.
– Bien -prosiguió al fin-, dígame cómo se llama el difunto. Despacito y primero el apellido.
– No sé cómo se llama -respondí-. Es un desconocido.
Y era cierto: no sabía cómo se llamaba. Lo que sí sabía, y con toda seguridad, era que el cadáver del jardín -el cadáver de pelo rojo, el cadáver del traje gris- era el del hombre al que yo había espiado a través del ojo de la cerradura del estudio. El hombre al que papá había…
No, pero eso no podía decírselo a la policía.
– No sé cómo se llama -repetí-. Jamás había visto a ese hombre.
Me había pasado de la raya.
La señora Mullet y la policía llegaron en el mismo momento, ella a pie desde el pueblo y ellos en un Vauxhall azul. Las ruedas crujieron sobre la gravilla y, tras detenerse el coche, la puerta delantera se abrió con un chirrido y un hombre descendió frente a la casa.
– Señorita De Luce -dijo, como si el hecho de pronunciar mi nombre en voz alta me pusiera a su merced-. ¿Puedo llamarte Flavia?
Asentí. -Soy el inspector de policía Hewitt. ¿Está tu padre en casa?
El inspector era un hombre de aspecto bastante agradable, con el pelo ondulado, los ojos grises y cierto porte de bulldog que me recordó a Douglas Bader, el as del caza Spit-fire, cuyas fotos había visto en los números atrasados de The War lllustrated que formaban pilas de bordes blancos en el salón.
– Sí que está -respondí-, pero se encuentra indispuesto. -Un término que había tomado prestado de Ophelia-. Yo misma le mostraré el cadáver.
La señora Mullet se quedó boquiabierta y casi se le salieron los ojos de las órbitas.
– ¡Madre de Dios! Discúlpeme usted, señorita Flavia, pero… ¡Ay, madre de Dios!
Si en ese momento hubiera llevado un delantal, se lo habría quitado en un santiamén y habría echado a correr, pero no lo llevaba. Lo único que hizo fue cruzar la puerta abierta tambaleándose.
Dos hombres vestidos con traje azul, que hasta ese momento habían permanecido en el asiento trasero del coche como si aguardaran instrucciones, empezaron a descender lentamente.
– El sargento detective Woolmer y el sargento detective Graves -dijo el inspector Hewitt.
El sargento Woolmer era grandote y fornido, y lucía la nariz aplastada de un boxeador; el sargento Graves, en cambio, parecía más bien un alegre gorrioncillo rubio con hoyuelos en las mejillas, que me sonrió al estrecharme la mano.
– Y ahora, si eres tan amable -dijo el inspector Hewitt.
Los sargentos detectives descargaron su instrumental del maletero del Vauxhall y, acto seguido, los conduje a los tres en solemne procesión por la casa hasta llegar al jardín. Tras indicarles dónde estaba el cadáver, contemplé fascinada al sargento Woolmer, que sacó una cámara de su caja y la montó sobre un trípode de madera. Después, con movimientos sorprendentemente delicados a pesar de tener los dedos gruesos como salchichas, procedió a realizar microscópicos ajustes en los pequeños controles plateados de la cámara. Mientras él tomaba unas cuantas fotografías del jardín, dedicándole especial atención al huerto de pepinos, el sargento Graves abrió una gastada maleta de piel en la que había varias hileras de frascos perfectamente ordenados y en la que también alcancé a ver un paquete de sobres de papel siliconado.
Di un paso al frente para ver mejor, mientras la boca se me hacía agua.
– Me pregunto, Flavia -dijo el inspector Hewitt, entrando con cautela en el huerto de pepinos-, si podrías pedirle a alguien que nos prepare un té.
Supongo que advirtió mi expresión.
– La verdad es que esta mañana empezamos muy pronto a trabajar. ¿Crees que podrías conseguir algo de comer por ahí?
O sea, que era eso. Igual en un nacimiento que en una muerte. Sin decir siquiera «Hola, ¿cómo estás?», se recluta a la única fémina del lugar para que vaya corriendo a ver si el agua ya hierve. ¿Que consiguiera algo de comer por ahí? ¿Por quién me había tomado, por una especie de cowboy?
– Veré lo que puedo hacer, inspector -dije, espero que en tono glacial.
– Gracias -respondió él. Y justo después, mientras me alejaba hecha una furia hacia la cocina, añadió-: Ah, Flavia…
Me volví con gesto expectante.
– Ya entraremos nosotros. No hace falta que vuelvas a salir.
¡Qué cara! Pero ¡qué cara más dura!
Ophelia y Daphne ya estaban sentadas a la mesa, desayunando. La señora Mullet les había filtrado la macabra noticia, así que habían tenido tiempo más que suficiente para adoptar poses de fingida indiferencia.
Los labios de Ophelia no habían reaccionado aún a mi preparado, pero igualmente tomé buena nota mental de registrar más tarde la hora de la observación.
– He encontrado un cadáver en el huerto de pepinos -les dije.
– Muy propio de ti -dijo Ophelia, para después seguir arreglándose las cejas.
Daphne ya había terminado El castillo de Otranto y había avanzado bastante en la lectura de Nicholas Nickleby. Sin embargo, reparé en que se mordisqueaba el labio inferior mientras leía, lo cual era un signo inequívoco de falta de concentración.
Se produjo un operístico silencio.
– ¿Había mucha sangre? -preguntó Ophelia al fin.
– No -respondí-. Ni una gota.
– ¿De quién es el cadáver?
– No lo sé -dije, aliviada ante aquella oportunidad de refugiarme tras la verdad.
– La muerte de un perfecto desconocido -proclamó Daphne con su mejor voz de locutora de la BBC.
Abandonó la lectura de Dickens, aunque tomó la precaución de señalar la página exacta con un dedo.
– ¿Cómo sabes que es un desconocido? -le pregunté.
– Elemental -respondió Daffy-. No eres tú, no soy yo y no es Feely. La señora Mullet está en la cocina, Dogger está en el jardín con los polis y papá estaba arriba hace un momento chapoteando en su baño.
Estaba a punto de decirle que era a mí a quien había oído chapotear, pero en el último momento cambié de idea: cualquier alusión al baño conducía inevitablemente a pullas varias sobre mi higiene personal. Sin embargo, y tras lo que había acontecido de madrugada en el jardín, había sentido la repentina necesidad de darme un rápido remojón.
– Seguramente lo han envenenado -dije-. Al desconocido, rae refiero.
– Siempre los envenenan, ¿eh? -dijo Feely, sacudiendo la melena-. Por lo menos, en esas morbosas noveluchas de detectives. En este caso, seguramente cometió el fatal error de comer algo cocinado por la señora Mullet.
Cuando Feely apartó con gesto brusco los pegajosos restos de un huevo cocido en agua tibia, algo resplandeció en mi mente, como un rescoldo que se despega de la rejilla y cae al fuego, pero antes de que pudiera pararme a analizarlo, el hilo de mis pensamientos se vio interrumpido.
– Escucha esto -dijo Daphne, leyendo en voz alta-. Fanny Squeers está escribiendo una carta: «…mi papá parece que tiene una máscara, lleno de latimaduras tanto azules como verdes también dos formas impregnadas en su sangre. Nos vimos hobligados a cargarlo hasta la cocina donde yace ahora. […] Cuando el sobriño suyo que usted recomendó como maestro terminó de hacerle eso a mi papá y saltó sobre su cuerpo con sus pies y también con lerguaje que no voy a describir para no hensusiar mi pluma, atacó a mi mamá con horrible violencia, la lanzó a tierra y le clavó la peineta posterior varios centímetros en la cabeza. Un poquito más y le habría entrado en el cráneo. Tenemos un certrificado médico de que si lo hubiera hecho, el carapacho de tortuga le habría afectado el cerebro.»
»Y ahora escucha este otro fragmento: «Yo y mi hermano fuimos luego víctimas de su furria desde entonces nos duele mucho lo que nos lleva a la orrenda idea de que recibimos algún daño en nuestros adentros, especialmente porque no hay marcas de violencia visibles externamente. Estoy gritando muy alto todo el tiempo que escribo…»