Flavia de los extraños talentos - страница 3

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Ah, sí, adoraba mi trabajo. Destilación.

– Des-ti-la-ción -repetí en voz alta.

Contemplé fascinada cómo se enfriaba el vapor y se condensaba en el serpentín, para después retorcerme las manos presa del éxtasis cuando una gota de líquido transparente colgó suspendida durante un instante y después se precipitó con un audible «plop» al receptáculo situado debajo.

Una vez evaporada el agua que hervía y concluida la operación, apagué la llama y apoyé la barbilla en las manos para contemplar fascinada el fluido del vaso de precipitados, que se separó en dos capas distintas: en el fondo, el agua destilada, transparente, y, sobre ella, un líquido de color amarillo claro. Era el aceite esencial de las hojas: recibía el nombre de urushiol y, entre otras muchas cosas, se utilizaba en la fabricación de esmalte.

Rebusqué en el bolsillo de mi suéter y saqué un tubito dorado. Le quité el tapón y no pude reprimir una sonrisa al contemplar la punta roja: era el pintalabios de Ophelia, que le había robado del cajón de su tocador junto con las perlas y los caramelos Mint Imperial. Y Feely -Doña Estirada- ni siquiera había notado la desaparición.

Al acordarme de los caramelos me metí uno en la boca y lo machaqué ruidosamente con las muelas.

La barra del pintalabios salió sin dificultad y volví a encender la lamparilla de alcohol. No hacía falta mucho calor para reducir a una masa pegajosa aquel material de consistencia cerosa. Si Feely supiera que en la fabricación de pinta-labios se utilizaban escamas de pescado, pensé, no se habría pintarrajeado tan alegremente los labios con aquella cosa. Sonreí. Tenía que acordarme de decírselo. Pero después.

Con una pipeta extraje unos pocos milímetros del aceite destilado que flotaba en el vaso de precipitados y luego, gota a gota, lo vertí muy despacio en la masa en que se había convertido el pintalabios derretido. A continuación removí la mezcla con un depresor lingual de madera. «Poco espeso», pensé. Cogí un tarro de botica y le añadí una gota de cera de abeja para que recuperase la consistencia inicial.

Había llegado la hora de volver a ponerse los guantes… y de coger el molde de bala, fabricado en hierro, que había robado del más que decente museo de armas de fuego de Buckshaw.

No deja de ser curioso que una barra de pintalabios tenga exactamente el mismo tamaño que una bala del calibre 45. Una información muy útil, ciertamente. Tenía que acordarme de reflexionar acerca de sus posibles repercusiones esa noche, cuando estuviera bien calentita en mi cama. En ese preciso instante estaba demasiado ocupada.

Cuando la saqué del molde y la dejé enfriar bajo el agua corriente, la barra con la fórmula alterada encajó a la perfección en su funda dorada. Giré varias veces el dispositivo para subir y bajar la barra de carmín y asegurarme de que funcionaba correctamente. Después le puse el tapón. Feely era una dormilona y sin duda aún estaría desayunando con gran parsimonia.


– ¿Dónde está mi pintalabios, cerda? ¿Qué has hecho con él?

– Está en tu cajón -respondí-. Lo vi cuando te robé las perlas.

En mi corta vida, atrapada entre dos hermanas, no me había quedado más remedio que dominar el arte de la lengua viperina.

– No está en mi cajón. Acabo de mirar allí y no está.

– ¿Te has puesto las gafas? -le pregunté con una sonrisa burlona.

Aunque papá nos había equipado a las tres con gafas, Feely se negaba a ponerse las suyas y, en cuanto a las mías, en realidad eran de cristal de ventana. Sólo las utilizaba para protegerme los ojos en el laboratorio, o bien para inspirar lástima a los demás.

Feely golpeó la mesa con las palmas de las manos y salió de la habitación hecha una furia. Yo, por mi parte, me dediqué a sondear las profundidades de mi segundo bol de cereales Weetabix.

Algo más tarde escribí en mi cuaderno de notas:


Viernes, 2 de junio de 1950, 9.42 horas. El sujeto presenta un aspecto normal, pero se muestra malhumorado. (¿Acaso no lo está siempre?) Los efectos pueden manifestarse entre las 12 y las 72 horas.


No tenía prisa.


La señora Mullet, que era bajita, gris y redonda como una rueda de molino, y quien -no me cabe duda- se consideraba a sí misma el personaje de un poema de A. A. Milne, estaba en la cocina formulando una de sus purulentas tartas de crema. Como siempre, se estaba peleando con el inmenso horno Aga que dominaba la pequeña cocina, atiborrada de trastos por todas partes.

– ¡Ah, señorita Flavia! Aquí, querida, ayúdeme con el horno.

Antes de que se me ocurriera una respuesta apropiada, sin embargo, papá apareció detrás de mí.

– Flavia, quiero hablar contigo -dijo con una voz tan pesada como el plomo en las botas de un buzo.

Observé a la señora Mullet para ver cómo reaccionaba. Lo habitual en ella era que desapareciera en cuanto olisqueaba una situación incómoda y, en una ocasión en que papá le había alzado la voz, la pobre se había enrollado en una alfombra y se había negado a salir de allí hasta que alguien fuera a buscar a su esposo.

La señora Mullet cerró la puerta del horno como si estuviera hecha de cristal de Waterford.

– Tengo que irme -dijo-. La comida se está calentando en el horno.

– Gracias, señora Mullet -dijo papá-. Ya nos las arreglaremos.

Siempre nos las estábamos arreglando.

La mujer abrió la puerta de la cocina y, de repente, dejó escapar un chillido más propio de un tejón acorralado.

– ¡Oh, madre de Dios! Discúlpeme usted, coronel De Luce, pero… ¡Oh, madre de Dios!

Papá y yo tuvimos que apartarla un poco para ver al otro lado. Era un pájaro, una agachadiza chica, y estaba muerta. Yacía de espaldas en el umbral de la puerta, con una desagradable mirada vidriosa y las alas desplegadas como si fuera un pequeño pterodáctilo. La larga aguja negra que era su pico apuntaba directamente al cielo. La brisa matutina agitó algo clavado en él…, un trocito de papel.

No, no era un trocito de papel. Era un sello de correos.

Papá se agachó para verlo mejor y reprimió una exclamación. De repente se llevó las manos, que le temblaban como las hojas de un álamo en otoño, a la garganta y su rostro se tornó del color de la ceniza mojada.

Dos

Como suele decirse, un escalofrío me recorrió la espalda. Durante un segundo creí que a papá le había dado un infarto, como les suele pasar a los padres que llevan una vida sedentaria. Un día la están agobiando a una para que mastique cada bocado veintinueve veces y al día siguiente salen en The Daily Telegraph:


Calderwood, Jabez, de la Casa Parroquial de Frinton. Fallecido inesperadamente en su residencia el 14 del presente mes, sábado. Hijo de fulanito y menganita… Deja tres hijas, Anna, Diana y Trianna…


Calderwood, Jabez y los de su calaña tenían la costumbre de salir disparados hacia el cielo como los muñecos de las cajas de resorte y de dejar atrás, para que se buscaran la vida, a una caterva de hijas supuestamente afligidas.

¿Es que yo no había perdido ya a uno de mis progenitores? Seguro que a papá no se le ocurriría jamás gastarme una broma tan pesada. ¿O sí?

No. En ese momento resoplaba trabajosamente por la nariz, igual que un caballo de tiro, mientras trataba de acercarse a la cosa del umbral. Con los dedos, que se me antojaron largas y temblorosas pinzas blancas, desprendió muy despacio el sello del pico del pájaro muerto y, acto seguido, se guardó a toda prisa el agujereado pedacito de papel en uno de los bolsillos de su chaleco. Después señaló con un dedo tembloroso el pequeño cadáver.

– Deshágase de eso, señora Mullet -dijo con una voz ahogada que no parecía la suya, sino más bien la de un desconocido.

– Ay, Señor, coronel De Luce… -empezó la señora Mullet-. Ay, Señor, coronel, creo que… no… Quiero decir…

Pero papá ya no estaba: se había marchado a su estudio hecho una furia, resoplando y gruñendo como la locomotora de un tren de mercancías. Y mientras la señora Mullet iba a buscar la escoba, tapándose la boca con la mano, yo me escabullí a mi habitación.


Las habitaciones de Buckshaw eran inmensas, como oscuros hangares para guardar zepelines, y la mía, que se hallaba en el ala sur -o ala de Tar, como la llamábamos-, era la mayor de todas. El papel de las paredes, de principios de la época victoriana, era de color amarillo mostaza salpicado de unas cosas que parecían rojos coágulos de cordel y la hacía parecer aún más amplia, hasta el punto de asemejarse a un yermo gélido y ventoso. Incluso en verano la caminata a través de la habitación hasta el lejano lavabo que estaba cerca de la ventana constituía una aventura que habría intimidado al mismísimo Scott del Antártico. Y ése era, precisamente, el motivo por el que yo misma la evitaba y trepaba directamente a mi cama con dosel, donde, arrebujada en una manta de lana, podía sentarme con las piernas cruzadas hasta el día del juicio final y reflexionar acerca de mi existencia.

Pensé, por ejemplo, en aquella vez en que utilicé el cuchillo de la mantequilla para arrancar muestras del ictérico papel que cubría las paredes de mi habitación. Recordé también que Daffy me había hablado, con unos ojos abiertos como platos, de un libro de A. J. Cronin en el que un pobre diablo enfermaba y moría después de haber dormido en una habitación en cuyo papel pintado se había utilizado arsénico como principal colorante. Muy ilusionada, llevé las muestras al laboratorio para analizarlas.

Nada de recurrir a la aburrida prueba de Marsh. Gracias, pero no era mi estilo. Yo prefería el método por el cual primero se convertía el arsénico en trióxido de arsénico y luego se calentaba con acetato de sodio para producir óxido de cacodilo, que no sólo es una de las sustancias más venenosas de la faz de la Tierra, sino que además tiene la ventaja añadida de despedir un olor increíblemente desagradable: parecido al hedor de los ajos podridos, aunque un millón de veces peor. Su descubridor, Bunsen (famoso por su quemador), afirmó que bastaba con oler la sustancia en cuestión para que uno notara un cosquilleo en pies y manos y se le formara una asquerosa capa negra sobre la lengua. ¡Ah, sí, los caminos del Señor son inescrutables!

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